Emigrar no solo significa salir de tu país de origen, también es despegarte casi obligatoriamente de tus costumbres, tu rutina, de tus seres queridos; y, a su vez, resignarse y aceptar los retos que se presentan en el nuevo lugar donde estarás. En la actualidad, la crisis política, económica y social en Venezuela ha hecho que millones de venezolanos se vean en la penosa necesidad de abandonar su territorio, ese que tanto han defendido y que hoy se ve cada vez más perdido, aun cuando todos saben que "la esperanza es lo último que se pierde". Una de esas personas que tuvo la oportunidad de ir en busca de nuevos horizontes he sido yo. Un joven estudiante de periodismo, con sueños, metas y un amor profundo e inquebrantable por el fútbol.
Hace unos días –tres, para ser más preciso–, cumplí apenas tres meses fuera de mi tierra, lo que significa que legalmente soy un ilegal y, debo decir, no ha sido nada fácil soportar, entre otras cosas, el asedio de las políticas migratorias. El destino que escogí, principalmente por su estabilidad económica, es la República de Panamá. Tierra de gente trabajadora que, a lo largo de su historia democrática, ha sabido luchar por lo que le pertenece, como el majestuoso Canal de Panamá, recuperado hace casi 17 años de la imposición norteamericana y que todavía, como muchas veces he escuchado, se encarga de "conectar al mundo".
Una de las cosas más difíciles que he tenido que "sufrir", además del sentimiento tan fuerte de extrañar al resto de mi familia y amigos –quienes todavía están sufriendo los estragos de la dictadura–, es haber tenido que despegarme de manera súbita del fútbol, que desde hace más de una década se ha convertido, más que un simple deporte, en un modo de vida para mí. He pasado de ver prácticamente todos los días al menos un partido de fútbol, a tener que esperar toda una semana para mendigar un partido que satisfaga esta sed de fútbol tan insoportable.
En estos escasos tres meses de estadía en Panamá, me sobran los dedos de las manos para contar la cantidad de partidos que he visto. Algunos de ellos los he disfrutado gracias a la tecnología: he llegado a realizar videollamadas con mi mejor amigo –en Venezuela– para ver algún determinado encuentro. Apesar del notorio crecimiento del fútbol en el país, la televisión pública panameña solo transmite una cantidad limitada de competiciones, siendo la Liga Panameña de Fútbol (LPF) y Major League Soccer (MLS) las transmitidas con mayor frecuencia –al menos un partido de cada una los fines de semana–; y de manera esporádica los partidos de las Eliminatorias mundialistas de la CONCACAF –únicamente los cotejos de la selección panameña– y la UEFA Champions League –solo un encuentro los días miércoles–.
El panameño es muy apegado a lo suyo. Están situados en esa delgada línea que separa el nacionalismo del patriotismo. Quizá es por ello que les cuesta un poco aceptar, con excepciones, lo que viene de afuera. Ellos reconocen que su selección no es la mejor de la zona CONCACAF, pero la siguen fielmente, con la esperanza cada vez más perenne de clasificar a una Copa del Mundo, lo cual parece muy cercano. Por su parte, la liga local cuenta con un apoyo colectivo: fanáticos y medios de comunicación. Con apenas 10 equipos en la máxima categoría, la liga panameña sigue desarrollándose y creciendo paulatinamente, al ritmo de su selección.
Me autoproclamo como "emigrante del fútbol", no porque le haya perdido tan siquiera una gota de amor a este deporte, sino porque he aceptado –a regañadientes– este estilo de vida, aunque sea por un periodo corto de tiempo. He sabido sobrellevar la falta de fútbol con resignación, esperando algún día cercano volver a ver partidos de fútbol como si no hubiera un mañana, y de volver al que hoy creo es mi lugar en el mundo: el estadio José Encarnación "Pachencho" Romero, en Maracaibo, mi ciudad. Solo quien ama de verdad este deporte sabrá entender porqué es tan difícil alejarme de él. De esta locura llamada fútbol.
Alguna vez vi durante un partido de fútbol una pancarta en el público con una frase que, hasta hoy, se convirtió en mi respuesta inmediata cuando me cuestionan por mi amor hacia el fútbol: "¿Cómo entender mi locura si no entienden mi pasión?". El fútbol es eso, una pasión que te lleva a la locura. Soy un loco del fútbol, un obsesionado por aprender todo de él. Nunca supe como jugarlo, algún amigo incluso ha agradecido a Dios por no haberme dedicado a él –porque jugando soy verdaderamente malo, lo acepto–, y a pesar que he entendido casi a la perfección sus métodos, los personajes que ha creado, sus valores, sus principios y sus enseñanzas, mis pies son rebeldes y no le hacen caso al cerebro para jugar decentemente. Ni modo.
Por más increíble que parezca, el fútbol me ha enseñado que un hombre puede decirle a otro que lo ama sin que sea mal visto por la sociedad más conservadora, porque este no se trata de un amor carnal, sino de gratitud por las alegrías brindadas con un gol, por las tristezas de la derrota y por la esperanza que crece entre partido y partido. Por el deseo de aprender todos sus aspectos, he llegado a conocer la historia, geografía y culturas de países de los que jamás creí aprender. He conocido historias únicas de personas relacionadas al fútbol, de las cuales siempre saco una enseñanza. Y lo más importante, gracias al fútbol he conocido a muchos de los que hoy son, más que amigos, una banda de hermanos para mí.
Con mucho dolor emigré de mi país. Emigré de una Venezuela que siempre le ha pertenecido a los venezolanos y que pronto, muy pronto, volverá a ser libre, sin dictadura, sin opresión, sin cadenas. Emigré del fútbol, ese que muchas veces le ha dado sentido a todo, que sirve como vía de escape para los problemas y como base de una mejor sociedad. Yo se que pronto regresaré a la Venezuela que me vio nacer y al fútbol que me hizo crecer, porque a ambos le pertenezco y les debo tanto.
¡Gracias por la difusión de mi carta, amigo! Un gusto que la hayas publicado por aquí.
Downvoting a post can decrease pending rewards and make it less visible. Common reasons:
Submit