–¿Por donde empiezo? –preguntó Iván al policía que se encontraba revisando los
equipajes.
–Quítate el cinturón y el reloj, y deja en la bandeja todos los objetos metálicos que lleves
en la mochila.
Iván siguió las órdenes del agente y, acto seguido, pasó el control. Se dirigió a una de las
pantallas que mostraban los vuelos y buscó el suyo. Le tranquilizó ver que su vuelo a
Frankfurt se mostraba on time. Al tener aún dos horas antes de embarcar, decidió sentarse
en una silla al lado de un gran ventanal para recopilar todo lo que había vivido el último
medio año mientras observaba los aviones despegar y aterrizar.
Iván había pasado los últimos seis meses en Bangkok, aislado de la sociedad y con un
móvil de antena extraíble como único medio de comunicación, algo no tan extraño si
sabemos que se trataba del año 2000.
Su máquina de escribir; esta fue su compañía más preciada durante su estancia en
Bangkok. Se podría decir que Iván no había superado el tránsito de la máquina de escribir
a los ordenadores personales. Él era un escritor que necesitaba sus instrumentos y su
espacio para escribir. Por ello decidió ir a Bangkok, para aislarse de su entorno y centrarse
en la escritura.
Iván, sentado aún en la silla, recordó las últimas palabras que le dirigió su representante
horas antes del vuelo en una llamada de teléfono.
–Más te vale tener algo, la editorial lleva esperando demasiado tiempo y esta es tu última
oportunidad.
Iván lo sabía, era consciente de que había apostado todo lo que tenía a este plan y tenía
claro que a Julia no le haría nada de gracia que volviese con las manos vacías. Julia era
su representante, una mujer terca y seria, que se tomaba muy enserio su trabajo. Ella sabía
que Iván era su única oportunidad de alcanzar el estrellato como representante y, cuando
este le comentó su plan de aislarse seis meses para centrarse en su proyecto, lo único que
dijo fue: “mientras tenga una buena obra en mis manos en seis meses, me da igual lo que
hagas”.
Pero Iván lo había conseguido. En ese momento, en su mochila estaban los 534 folios que
le llevarían a ese estrellato y eran la única copia que tenía de ellos. Había escrito una obra
que hasta a él mismo lo emocionaba, cosa difícil de lograr. Esta trataba de la utópica
relación amorosa entre una mujer secuestrada, Sophia, y su captor, Dante. Un típico caso
de síndrome de Estocolmo, aunque en su historia era al revés, el secuestrador era el que
desarrollaba el afecto hacia su rehén, una mujer de unos treinta y tres años.
Iván sabía que la obra le serviría, y estaba tan seguro de ello porque durante esos seis
meses, sin tener más contactos humanos que los trabajadores de la cafetería donde iba a
descansar, se había metido en la piel del protagonista de su historia hasta tal punto que
había desarrollado ciertos síntomas del trastorno de identidad disociativo o identidad
múltiple; él y Dante eran uno, cosa que Iván consideraba normal en el proceso creativo.
Miró su reloj; eran las doce y cuarto, ya era hora para embarcar. Se dirigió a la puerta de
embarque y, tras mostrar de nuevo su documentación, se dirigió al avión, dispuesto a
aguantar catorce horas en ese artefacto volador. Caminó hasta su asiento.
–El 21F, tres asientos detrás de la puerta de emergencia –pensó Iván mientras subía la
maleta al compartimento superior de su asiento. Él siempre había sido bastante minucioso
con esos detalles y le gustaba tener todo claro en mente por si pasase algo.
Dos horas de vuelo habían pasado ya cuando Iván decidió sacar su obra para darle un
último vistazo, como si no lo hubiese hecho ya unas doce veces en los últimos tres días.
Comenzó a leer y se sumergió en el mundo que había creado, pero cuando iba por el
capítulo tres, justo antes de que leyera la parte del secuestro, las luces del avión se
apagaron, dando a entender que durante las siguientes diez horas la tripulación dejaría
que los pasajeros descansasen. Iván dejó los papeles en el asiento vacío que tenía al lado,
recostó la cabeza en la ventanilla y cerró los ojos, pensando en lo cerca que tenía al fin su
casa. Se comenzó a quedar dormido.
Julia se despertó temprano aquel día, tenía que ir a recoger a Iván al aeropuerto. Estaba
cansada del viaje en coche del día anterior; había viajado desde Burdeos, ciudad donde
ambos vivían, hasta Frankfurt, donde se reunirían con la editorial para presentar el nuevo
proyecto de Iván.
–Más le vale a este traer una obra maestra –pensó Julia mientras se servía el café. Ella
sabía que aquel día se lo jugaban todo, que era un all in en toda regla, un todo o nada.
Salió del hotel, cogió el primer taxi que pasó por delante de la puerta y le indicó la
dirección al conductor. Los siguientes quince minutos se los pasó mirando por la
ventanilla, pensando que en ese momento estaba igual de cerca de la gloria que del
fracaso. Todo dependía de Iván, de su capacidad creativa e imaginación y de cómo le
habrían sentado, desde un punto de vista artístico, esos seis meses en aquel lejano país.
A pesar de que su relación no era de amistad, Iván y Julia se complementaban
profesionalmente. Ambos sabían que se necesitaban el uno al otro para alcanzar cierto
reconocimiento internacional, y por ello, a pesar de sus diferencias, llevaban trabajando
cinco años.
–Son 23 euros –el taxista sacó a Julia de sus pensamientos. Ya estaban el aeropuerto. Julia
se bajó del taxi y se dirigió a la Terminal 1, donde debía llegar Iván en veinte minutos.
Julia se sentó en la cafetería más cercana a la puerta de llegadas, al lado de una televisión,
y pidió un zumo de naranja para matar el tiempo mientras esperaba a Iván. Pasó media
hora, e Iván no aparecía. Julia estaba empezando a ponerse nerviosa; no por que le hubiera
ocurrido algo a Iván, más bien porque la impuntualidad era algo que le irritaba.
Fue entonces cuando el camarero de la cafetería cogió el mando de la televisión y subió
el volumen.
–Noticias de última hora –dijo la reportera en un tono nervioso –parece ser que el vuelo
LH772 que despegó en Bangkok con destino Frankfurt está sufriendo un incidente– Julia
casi se ahogó con el zumo del sobresalto. Puso su atención en la televisión, mientras la
reportera continuaba –fuentes desconocidas nos informan de que un pasajero, de
identidad desconocida hasta el momento y que se hace llamar Dante, está amenazando
con abrir la puerta de emergencia en pleno vuelo si no le garantizan que al bajar se irá a
solas en un helicóptero con una de las azafatas del vuelo, a la que él mismo se refiere
como Sophia.
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