—Pero ya va, ¿cómo se va a enfrentar si le faltaban tres dedos de la mano derecha que perdió en un accidente? —decía una mujer con características de tercera edad, tez morena y de baja estatura, mientras se movía y agitaba los brazos. Del lado diestro tenía agarrado un cigarro que se consumía, caían las cenizas y el humo se elevaba hasta desaparecer.
Era jueves, 30 de octubre y el cielo estaba nublado, el clima en Bello Monte era fresco, la brisa llevaba consigo un olor putrefacto, a animal descompuesto, eran los olores de la muerte que la morgue desprendía. La mujer seguía de pie –hablando-, sin darse cuenta que el cigarro se le había consumado. Al frente de ella estaban otras dos mujeres blancas de cabello amarillo, una de cuerpo más voluminoso que la otra; también estaba un hombre mayor y otro joven.
— ¿Por qué si le dieron un tiro en el pecho, la franela que tenía no se llenó de sangre? —decía el hombre joven.
—Por eso mismo, la gente que estuvo ahí, dijo que solo le dieron un tiro, y ahora aquí en la morgue nos damos cuenta que también tiene un impacto en el pecho. Eso es mentira que llegó muerto al Pérez Carreño, ellos lo mataron. —expresó la mujer.
Mientras el grupo de personas seguía conversando, una moto se aproximó hasta pararse en el lugar donde se encontraban, tenía una chaqueta del Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y Criminalísticas (CICPC); apagó la moto y le dio la mano a la mujer morena, quien se presentó como la madre del fallecido que tenía por nombre Dimas José Hernández de 34 años de edad. Y acotó que su hijo era buhonero en Petare, localidad resaltante entre los barrios más peligrosos de Latinoamérica.
El funcionario empezó a relatar lo sucedido del pasado lunes, afirmando que tenían las pruebas de por qué lo detuvieron e incluso le dispararon. Hasta el video de las cámaras del metro (sitio en el que iniciaron los hechos) les iban a ser entregados a los familiares para que no hubiese malentendidos. El joven insistió en el misterio y lo inverosímil del por qué si le habían disparado en el pecho, la camisa que llevaba puesta no estaba llena de sangre.
El detective le respondió que eso era posible; argumentando con que ya había presenciado algo similar en otra ocasión, en la que los fallecidos no emanaban sangre al instante del impacto sino una vez que se les estaba practicando la autopsia. Desde luego, no le creyeron.
—Por favor señor, movilice rápido el caso, entréguenme el cadáver de mi hijo— expresó la madre con lágrimas en los ojos.
—Estamos trabajando lo más rápido posible— le contestó el funcionario con rostro inexpresivo, antes de prender la moto e irse.
Al sentirse otra vez en la intimidad de grupo, las personas volvieron a reunirse y conversar, desmintiendo lo que aquella autoridad les acababa de decir.
La mujer de cuerpo voluminoso se apoderó de la conversación con ímpetu, exponiendo su defensiva. “Es más, tenemos esta foto, cuando los policías lo tenían sometido y con un tiro en la pierna. Yo soy la tía, estoy clara de que él era malandro, pero independientemente de lo que haya hecho tenían que respetarle sus derechos humanos. Él no murió desangrado”—manifestó—. Tras tomar una bocanada de aire, continuó, “lo que tenemos que hacer es no dejarnos llevar y seguir con la denuncia ante la fiscalía con las pruebas que tenemos. Ellos lo enjuiciaron y por eso es que han tardado tanto en darnos el cadáver”.
Un carro fúnebre se detuvo al frente del grupo de personas, eran ya las 2:00 de la tarde y el silencio reinaba. El patólogo se acercó y se dirigió a la señora de piel tostada que se presentó como la madre del fallecido, pidiéndole que lo acompañara. La mujer antes de seguirlo, abrió una bolsa y de ella sacó una franela -clásica del equipo de Béisbol de los Leones del Caracas- y un pantalón jean. Acto seguido, con ropa en mano, se montó en el vehículo con el médico forense. Avanzó de retroceso, adentrándose en el estacionamiento de la morgue.
Los otros quedaron a la espera, hablando de las pruebas que tenían para denunciar a los cuerpos de seguridad del Estado -supuestamente responsables-, recordando y reconstruyendo con todos los datos que tenían sobre el suceso; ocurrido apenas hace tres días.
Los medios de comunicación también tenían un cuento que se dio a conocer según lo reseñado en la tarde de aquel lunes 27 de octubre, horas después del incidente que, según las fuentes presentes, mientras el delincuente intentaba despojar a una mujer de sus pertenencias en la estación Los Cortijos, un funcionario del Metro lo descubrió, se percató de lo que estaba sucediendo e intento detenerlo, a diferencia de los viajeros quienes estaban tratando de omitir lo que estaba sucediendo. La reacción del antisocial ante el robo frustrado fue correr para llegar a la salida, pero ya las autoridades de la instalación estaban tras él.
Eran aproximadamente a las 11:45 de la mañana, día de cielo nublado, trafico agitado y transeúntes movilizándose de un lado a otro. El hombre logró salir de la estación del Metro, pero desesperado ante la persecución, desenfundó el arma que llevaba y en la avenida principal de Los Ruices efectuó los primeros disparos. Las detonaciones liberaron a los transeúntes de la apatía que los encarcelaba; gritos, carreras, el pánico se había generado, o por lo menos así lo percibió Ernesto Martínez, vendedor ambulante en los alrededores de la estación.
(Foto crédito: prensa)
El modo de defensa que el sujeto había empleado no había funcionado; cada vez llegaban más agentes de la Policía Nacional Bolivariana, y decidió actuar de otro modo. Y en las adyacencias del edificio Panalpina, en la Avenida Francisco de Miranda, tomó a una señora y a un joven como rehén para escudarse en medio de la balacera. La medida imprevista que había llevado a cabo, solo tuvo como resultado, espectadores.
El delincuente impaciente con su medida de fianza salió de la edificación y al cruzar la calle, decidió enfrentarse con los funcionarios de la policía. La descarga de balas devolvió el pánico a los que miraban con atención. Unos disparos lograron impactar a uno de los agentes, el cual tenía chaleco antibalas pero aun así según declaraciones de los cuerpos de seguridad, fue trasladado de inmediato a un centro de salud. Sonó la última detonación.
¡Le dio! ¡le dio!, le pegaron, gritaron al unísono los que presenciaban el momento en que una bala impactó en la pierna del delincuente, dejando al gris asfalto lleno de sangre viva, roja y espesa. Seguidamente dejó libre al rehén y el cuerpo de la CPNB se apresuró en detenerlo -vivo y herido- para trasladarlo al hospital Miguel Pérez de León, donde falleció.
El estacionamiento volvió a abrirse y la carroza fúnebre salía con suspenso, como si fuese un efecto adrede. Al estacionarse en frente de las personas, estos sobreentendieron que el ataúd con el cadáver ya iba a ser transportado.
Sin decir ni una palabra, subieron al vehículo y se fueron, dejando en el ambiente una estela de cuáles eran sus objetivos. Más allá de velar a la víctima, querían justicia para un caso que es pan de cada día en la pequeña Venecia.
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