robocop

in venezuela •  7 months ago 

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Siempre se ha dicho, muy acertadamente, que en el ámbito del cine, la novela o el cómic no existen personajes malos, sino malos profesionales que no saben aprovecharlos. En ocasiones, autores con poco cartel toman a esos personajes de los que nadie quiere hacerse cargo y, libertad creativa absoluta mediante, los convierten en algo esplendoroso digno de pasar a la Historia de su medio. RoboCop (Paul Verhoeven, 1987) es un ejemplo genuino y paradigmático de lo que buenos profesionales, si se les deja trabajar sin interferencias, pueden llegar a hacer con un material, a priori, poco atractivo. RoboCop, no obstante, tuvo un nacimiento difícil.

Los guionistas Edward Neumeier y Michael Miner concibieron la idea de un policía robotizado (aunque la denominación correcta sería cyborg, término que se recoge en la película) tras ver Blade Runner (Ridley Scott, 1982). La pareja contó con numerosas dificultades para que algún estudio diera luz verde al rodaje que contaba con un libreto muy simple en el que un policía de Detroit era tiroteado, reconstruido en forma de robot y buscaba venganza contra sus asesinos. Finalmente, Orion Pictures, que había lanzado con éxito Terminator (James Cameron, 1984) se interesó en el material. La búsqueda posterior de un director solvente tampoco fue sencilla. Tras varios rechazos, se contactó con Paul Verhoeven, un director holandés que buscaba abrirse camino en Hollywood y que venía de hacer películas más que dignas como Los Señores del Acero (Flesh + Blood, 1985) —también con Orion—, pero el realizador, según cuenta él mismo, lanzó el guion a la basura nada más leerlo. Fue su mujer, Martine Tours, la que le sugirió que la historia tenía mucho más potencial y Verhoeven decidió aceptar.

El director neerlandés tuvo que lidiar desde el principio con muchos problemas desde la preproducción. Aunque la mayoría provenían de la falta de presupuesto —cifrado en 13 millones de dólares, el doble que Terminator—, uno de los más relevantes fue la renuncia de Rutger Hauer, el actor en quién se había pensado para interpretar el papel protagonista de la cinta, dejando sin estrella a la película. Además, Rob Bottin, uno de los mayores talentos de Hollywood y responsable del (insuperable) diseño de RoboCop, parece ser que tenía problemas con la construcción del traje y el actor finalmente contratado, un casi desconocido Peter Weller no tendría tiempo de ensayar el característico movimiento de RoboCop hasta empezado el rodaje. Pero, pese a todo, la producción pudo salir adelante gracias al talento de unos verdaderos cineastas y de un elenco de actores que, a la postre, resultó de gran nivel.

Desde Orion, se intentó aprovechar el éxito de Terminator para vender RoboCop como una película semejante. Así, el trailer original exhibido en cines acompañaba las notas que Brad Fiedel compusiera para la película de Cameron. Pero lo cierto es que son producciones absolutamente diferentes en planteamiento, en objetivos y en intenciones.

El nombre clave, como ya apuntábamos tácitamente en los párrafos anteriores, es Paul Verhoeven. Aunque no figure acreditado como guionista, es indudable, especialmente si atendemos a otros trabajos posteriores, que el resultado final supone el paso del libreto de Neumeier y Miner por el filtro del director de Starship Troopers (1997). En RoboCop, la crítica social (en concreto, al neoliberalismo y a la tendencia que habían marcado Margaret Thatcher y, sobre todo, Ronald Reagan) es la norma. Verhoeven no da puntada sin hilo. Como suele decirse, en esta película nada es casual y todo o casi todo tiene una lectura más profunda que, aunque quizá en un visionado superficial no pueda apreciarse en su totalidad, acaba calando en el espectador; es probablemente esto lo que la ha convertido en una película de culto con el paso de los años y lo que impulsó su éxito en su estreno, diferenciándose de otras tantas producciones que surgieron al calor del cine de acción de los 80 y ya nadie recuerda.

Esencialmente, hay dos conceptos o ideas que se muestran a lo largo de la película y que sirven de vía para la crítica ácida y socarrona: 1) los excesos de la privatización, ya que se nos muestra una ciudad de Detroit (cuna de la industria automovilística en los E.E.U.U.) en la que se han privatizado todo tipo de servicios esenciales y 2) la frivolización de la violencia y el conflicto hacia el que nuestra moderna sociedad se dirige (o dirigía en 1987). La primera idea aparece de forma obvia con la privatización del Departamento de Policía de Detroit, gestionado ahora por la OCP (Omni Consumer Products) tras llegar a un acuerdo con la ciudad. No sólo resulta profética (en E.E.U.U. se han privatizado establecimientos penitenciarios; en España, que vamos unos pasos por detrás, a la privatización constante de la sanidad se ha unido el proyecto de ley que pretende otorgar y casi sustituir en algunas funciones a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad por guardias privados), sino que además se posiciona claramente contra esta deriva: frente a los que sostienen que la gestión privada supone una optimización del gasto y una mejora del servicio, aquí escuchamos las amargas quejas de los agentes de policía de Detroit acerca del empeoramiento de sus condiciones desde que la OCP se hizo cargo, como la falta de refuerzos o de asistencia sanitaria. Tampoco podemos pasar por alto la crítica nada velada a lo ya privatizado a través de spots televisivos, siendo paradigmático el anuncio del The Family Heart Center, un centro médico especializado en cardiología que anuncia una válvula para el corazón y dedica más tiempo a hablar de las condiciones de pago para finalizar con un irónico “Recuerde, nos preocupamos”. La segunda idea, la frivolidad de la violencia es una constante que se muestra de distintas formas pero está siempre presente. De hecho, es fundamental para comprender el tono de la película, que se mueve desde la más absoluta crudeza visual al humor negro. Tan importante resulta que la película abre con unos informativos, los MediaBreak, que dan cuenta de ello. Las disparatadas y terribles noticias que nos cuentan Casey Wong y Jess Perkins con una inusitada y pasmante alegría marca el paso del resto del film. La técnica de reflejar la sociedad en que se desarrolla la acción a través de los informativos es, curiosamente, compartida por Frank Miller (guionista de cómics, ocasional director de cine y muy ligado a las secuelas) en El Regreso del Señor de la Noche (The Dark Knight Returns, Miller, Janson, Varley, 1986).

Los ejemplos de esta frivolización de la violencia van más allá de la exposición en los informativos que citábamos, sobre todo porque no sólo es una crítica a la forma de presentarla por parte de los medios. También nos dice a nosotros, los ciudadanos, que nos hemos vuelto pasivos frente a un mundo cada vez más peligroso. Así, por ejemplo (aunque no es ni mucho menos el único), podemos ver esta llamada de atención cuando vemos que los dueños de la tienda en la que se estrena RoboCop en su primera ronda nocturna ven y disfrutan un programa de televisión vulgar y sexista; ven y disfrutan la telebasura obviando que fuera hay una ciudad consumida por el crimen. Además, curiosamente, ven el mismo programa que la banda de criminales que asesina a Alex Murphy, el agente que acabará siendo convertido en nuestro cyborg protagonista. Quizá no hay tanta diferencia entre los que delinquen y entre los que han permitido que duerman sus mentes y consienten la situación. También, claro, no puede pasarse por alto la opularidad de RoboCop entre la población hacia la mitad de la cinta, todo y que es un policía que abusa de su fuerza y con un cierto regusto fascistoide, saltándose los derechos de los delincuentes. Una lectura más que interesante de la importancia de la falta de exigencia y atención de la sociedad civil en la cosa pública y de la aceptación de la brutalidad policial. Cada spot, en todo caso, es una lección de crítica a esa forma de vivir frívola y despreocupada aunque se esté ante un drama de proporciones catastróficas.
Alex Murphy

Ahora bien, estas premisas, que podrían ser más propias de un documental, están tan bien insertadas en la trama general y tan bien hiladas a los personajes que la película nunca resulta aburrida. Cada personaje cumple una función simbólica pero confluyen de forma natural. RoboCop debería estudiarse en las escuelas de cine para aprender a presentar y caracterizar personajes en cuestión de segundos. En los primeros 5 minutos, ya hemos conocido a todos los personajes y sabemos cómo son; todo ello sin renunciar a la profundidad y a ese simbolismo al que me refería.

De Alex Murphy/RoboCop, apenas sabemos algo cuando nos lo presentan. Poco a poco, descubrimos que tiene una familia, que trata de ser un buen padre y quizá es ligeramente conservador. No necesitamos más para identificarle como la mejor persona que nos enseña la película en esos primeros minutos. Probablemente la falta de más datos personales es buscada, porque es irrelevante quién era Murphy; lo importante es quién es y qué sigue siendo. La dualidad hombre/máquina da pié a Verhoeven a construir al personaje entorno al renacimiento mesiánico o resurrección. Murphy muere a manos de Clarence Boddicker (un Kurtwood Smith realmente temible) sufriendo enormes padecimientos y vuelve a nacer como una fuerza del bien aún más poderosa. Pero sin embargo, cuando su programación le impida hacer justicia, deberá volver a morir, traicionado por sus compañeros del Departamento de Policía, para rescatar su humanidad y acabar superando las adversidades. Los paralelismos establecidos por Verhoeven con Jesucristo son evidentes: al igual que Cristo es recibido en Jerusalén con palmas y aclamado, tras ser traicionado por uno de los suyos es crucificado con el beneplácito popular; RoboCop pasa de ser la solución al crimen y de visitar colegios a ser tiroteado inmisericordemente por sus antiguos compañeros, que de nuevo, no hallan valor para detener la situación. Sólo cuando haya sido apunto de ser destruido y revele su rostro humano, estará completo, poniendo la guinda la famosa frase que cierra el film.

Las tres fases por las que pasa el personaje una vez transformado están representadas siempre de forma magnífica: la máquina con pocos rasgos humanos que es incapaz de sentir empatía con una mujer apunto de ser violada, el punto intermedio en que empieza a recordar quién es (con esa secuencia tan bien rodada y que dice tanto en tan poco, en que visita su antigua casa) y finalmente siendo plenamente consciente de su identidad. No es habitual, en una película que es presuntamente de acción, una evolución tan suave, verosímil y acertada de un personaje. Si además Verhoeven se las arregla para narrar todo eso sin pesados monólogos cuentahistorietas que a nadie interesan (la habitual escena en que un personaje nos cuenta una batallita de cuando era niño con todo lujo de detalles), el resultado no puede ser mejor.

Pero, como decía, el protagonista no es el único que sirve para cumplir con los fines que se propone Verhoeven. El aprovechamiento de los secundarios es encomiable. No es casualidad que el Sargento Reed (Robert DoQui) y el asistente de Bob Morton (Miguel Ferrer), Johnson (Felton Perry) sean afroamericanos. Siempre en clave de crítica (a veces velada, a veces explícita), el primero representa el rol de persona que cree en el sistema a pesar de ser de una raza que no es nada favorecida por el mismo; es tan prosistema que incluso se muestra descontento con que sus compañeros ejerzan su derecho a la huelga; es la versión moderna (cambiando el paso) del personaje encarnado por Samuel L. Jackson en Django Desencadenado (Django Unchained, Quentin Tarantino, 2012); el segundo, representa aquel al que el sistema le ha permitido alcanzar un puesto importante pero no llegar a tener poder real, necesitando hacerle la pelota a los blancos como única meta para poder llegar a la cima. Así, engloban al afroamericano que defienden un modo de concebir el mundo que les ha engañado y les ha hecho pensar que el sistema es una buena madre preocupada que los considera iguales.

Igualmente, podemos ver que en la banda de Clarence Boddicker nos encontramos, de nuevo, a otro afroamericano (y ligeramente afeminado), a un asiático y a un tipo de ascendencia polaca (Emil Antonowsky, interpretado por Paul McCrane). No resulta extraño darse cuenta de la mofa que hace Verhoeven de la visión clásica de los ciudadanos de E.E.U.U. de que son los que vienen o han venido de fuera los que causan problemas.

La agente Lewis cumple la función de escenificar el rol de la mujer que pretende señalar la película. En su primera aparición, vemos que no es una pusilánime; es una mujer dura preparada para la acción y, además, atractiva, rompiendo con el tópico establecido. Sin embargo, por buena que sea en su trabajo, siempre estará a la sombra de un hombre (RoboCop). El empowerment femenino unido a la noción de que todavía queda mucho trabajo para la igualdad se apunta claramente en el esbozo de Lewis. Adicionalmente, hay que resaltar, de nuevo, el vínculo mesiánico. En cierta manera, Murphy ha muerto por su falta de acierto durante el episodio en la vieja fábrica. No es el amor o el compañerismo lo que la impulsa a ayudar a su antiguo socio, sino la culpa. Por eso se redime cuando le salva hasta en dos ocasiones.

No menos dedicación reciben los ejecutivos de la OCP con su Presidente y fundador a la cabeza, el hombre conocido como “El Viejo”. En el caso de Dick Jones, el Vicepresidente, sería injusto decir que no es el auténtico villano. La película juega con ello mostrándonos a Clarence Boddicker como un tipo absolutamente despreciable, cruel y despiadado. Pero nos señala que los tipos como Boddicker no son la auténtica amenaza; al menos, no la amenaza obvia y más peligrosa. Dick Jones es el que apoya y promueve lo que hace Boddicker con la intención de incrementar el crimen en Detroit y poder firmar un contrato por el que venda su producto estrella, el ED-209 (que, además, resulta el recurso cómico de la película, todo y que es defectuoso e inútil hasta la extenuación). La Directiva 4 que impide a RoboCop detener a Jones no sólo es el obstáculo que deberá vencer el héroe para poder hacer justicia, sino que es una metáfora de la impunidad que da el poder; los poderosos siempre buscan medios para poder mantenerse a salvo. De nuevo, podemos tomar nota de lo que decía Verhoeven en 1987 en estos tiempos de crisis, donde banqueros, políticos y líderes de toda clase y condición resultan más peligrosos que el delincuente de perfil bajo tradicional. El libreto de Neumeier y Miner no deja títere con cabeza y extiende su desapego por estos sujetos al resto de ejecutivos. Sin perjuicio de lo dicho sobre Johnson, Bob Morton, el impulsor del programa RoboCop y, aparentemente, el ejecutivo bueno en contraposición a Jones, sólo tiene interés en trepar en la compañía y es retratado como un p*tero y cocainómano. Incluso El Viejo, que podría interpretarse (equivocadamente) que de conocer los negocios turbios de Jones nunca los hubiera aprobado, acabará siendo dibujado en la secuela como otro desalmado con espúreas intenciones.

Dejando ahora de lado la vertiente social y, si se quiere, simbólica de la película, hay que poner en valor sus cualidades formales. Cuenta con un diseño para el personaje principal que se ha mostrado como insuperable. No sólo ha envejecido perfectamente, sino que supera con claridad al diseño del reciente remake. Pero no sólo se trata de esto. Hasta el útlimo detalle es casi perfecto, empezando por la selección de vehículos (que también tiene su metamensaje), el logo de la OCP, hasta el diseño del arma que utiliza RoboCop. Es más, hace de su necesidad virtud y los movimientos lentos e incluso torpes del personaje, fruto del traje en que tenía que embutirse Weller, sirven para dotarle de una personalidad única, a través de aquellos. La dirección de Verhoeven tampoco le va a la zaga. Siempre con la cámara en el lugar preciso, incluso se atreve con planos arriesgados que convertiría en marca de la franquicia (véase, como ejemplo, el presentar a RoboCop sólo enfocando su sombra frente a una pared o el acertadísimo uso de la primera persona; la creación de RoboCop es un auténtico ejemplo de inteligencia visual). A ello hay que unir unos más que dignos efectos especiales teniendo en cuenta el presupuesto y la época y una gran labor actoral. Aunque no tenga a grandes estrellas en su reparto, la inmensa mayoría de intérpretes tienen mucho oficio, e incluso algunos, al fin, han conseguido parte del reconocimiento que merecen (como Ray Wise, que interpreta a Leon Nash). No obstante, hay dos elementos que sobresalen del resto: el montaje y el sonido (más la música de Basil Poledouris). El montaje de Frank J. Urioste es decididamente ágil. En la película nunca hay tiempos muertos. Todo el metraje está al servicio de la narración y siempre sucede algo relevante. A su vez, los efectos de sonido acaban de otorgar verosimilitud al protagonista, consiguiendo que no sólo parezca mecánico sino que también se escuche del mismo modo. No en vano la película fue nominada, en 1988, al Oscar a Mejor Edición y Mejor Sonido, respectivamente. En cuanto a la música de Poledouris, aunque la comentaremos en otra reseña individualmente, cabe decir que siempre encuentra el registro adecuado, tanto si se trata del drama o la acción, las dos orillas por las que se mueve, a ratos, el film. Sólo puede criticársele algunos errores de raccord importantes, que son consecuencia de la falta de presupuesto. Verhoeven venía alargando el rodaje más de lo inicialmente previsto y eso suponía renunciar a regrabar ciertas secuencias, tratando en el montaje de disimular esas carencias.

Por resumir qué es RoboCop, podemos decir que es una película que, como tantas otras que han quedado como películas de culto, es mucho más de lo que aparenta. Aquí sólo se han esbozado algunos ejemplos del metalenguaje que maneja Verhoeven, pero invito a todos los lectores a descubrir la ingente cantidad de mensajes que alberga una película como esta. Además, expone de forma ágil y concisa todos sus argumentos, sin caer en la pretenciosidad y el melodrama gratuito, siempre prefiriendo la acidez y la socarronería que abrumar al espectador. Una película que puede sorprenderte, lector, si decides ser cómplice de Verhoeven en esta narración política y social que debería de habernos puesto sobre aviso hace más de 20 años sobre el camino que estábamos emprendiendo.

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