Como cada tarde, abro la ventana de mi apartamento, en la planta baja de unos edificios construidos en revolución, allá por el año 2000, situados en el estado Falcón, región centro occidental de Venezuela, país de América del Sur.
Las edificaciones tienen apenas unos 18 años y ya se ven feos, viejos, con hambre, como a punto de desplomarse, de morir.
Cuatro tripones son el reflejo de esa decadencia. Cuatro muchachitos, entre 12 y cinco años, más o menos, una hembra, entre ellos, que cada tarde, cuando abro la ventana de mi apartamento, asoman la mitad de sus rostros, porque sus tamaños no le permiten mostrarse más.
“Señor, deme comida”, dicen los muchachitos, harapientos, con sus caritas curtidas, sucias, pero que al final, es lo que menos importa. Porque lo que más me golpea el corazón es que ellos tienen hambre, quieren comida, alimentos que desde hace tiempo nos llega como a cuenta gota, porque simplemente, aquí, en mi VENEZUELA, no hay comía pa´ tanta gente.
Y digo pa´ tanta gente, porque solo los privilegiados del gobierno, tienen el derecho de comer las tres papas, con sus postres, por supuesto. Hasta organizan grandes fiestas con el mejor whisky (18 años), y los pasapalos más exquisitos. Mientras mis muchachitos, de todas las tardes, se asoman a mi ventana y me dicen: “Señor, tengo hambre”.
Es que, me da tanta rabia, porque mientras esos muchachitos, yo y tantos otros venezolanos, esperamos que nos llegue una “bolsa de comida” o la “cajita feliz”, ellos, quienes tienen el deber de darnos protección y velar por esos y tantos muchachitos, se saborean entre exquisiteces y grandes rumbas, sin importar que mi PAÍS se muere de hambre o en la decadencia.
Los privilegiados del gobierno nos los han quitado todo: la comida, la salud, la educación, la seguridad, los jóvenes, los viejos que se mueren solo, la tranquilidad, todo nos lo han quitado.
Pero hay algo que ellos, no podrán quitarnos, la dignidad y la Fe en Dios, quien hará justicia y nos devolverá, rejuvenecida y grande, a Mi hermosa Venezuela. Y los muchachitos harapientos, con sus caras sucias, ya no vendrán más a mi apartamento a decirme: “Señor, tengo hambre”.
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