El pasado lunes 29 de enero llegué relativamente temprano a mi casa, luego de unas diligencias médicas. Uno de mis vecinos me dijo en el ascensor: “Murió Omaira Villaroel”. Me sorprendió la noticia, aunque sabíamos que de un momento a otro esa información iba a llegar al pasillo del piso 4 de nuestro bloque 15 en Caricuao.
Ella tenía una tumoración desde hacía algún tiempo. Por razones ajenas a su voluntad, no se quiso tratar médicamente a menos que fuese atendida en una clínica. Cero hospital. Condición difícil para su única hija, quien es madre soltera de un pequeño de seis años llamado Mathías.
Omaira pocas veces podía salir de su apartamento. De acuerdo a lo que me dijo su hermana Milvia, solo medio podía movilizarse de su cuarto al sanitario y viceversa (algunos apartamentos de Caricuao son de dos niveles: sala, comedor y cocina, en la parte inferior; cuartos y baño, en la parte superior). El día antes, domingo 28, pude saber que pronunció pocas palabras y en la madrugada del lunes se cayó de su cama. Tuvieron que sacarla de emergencia porque estaba en muy malas condiciones generales.
Su entrada a una clínica caraqueña fue para dar su último respiro. Falleció al poco tiempo de haber sido ingresada. De paso, la atención recibida en el nosocomio no fue la mejor: no había ni siquiera una camilla que la pudiera auxiliar desde el taxi donde había sido trasladada hasta la entrada de la emergencia. El taxista fue quien –junto a Milvia y la hija de Omaira- ayudó a cargar a la enferma hasta que un alma “generosa” de la clínica se movió para sacar una camilla y así ingresaron a Omaira.
“La atención fue pésima desde que llegamos. Le hicieron un electro, luego salieron y dijeron sin anestesia: ‘¡la señora no tiene signos vitales!’”, comentó Milvia en la sala de su apartamento un poco consternada –y a la vez serena- por la muerte de su hermana.
Minutos antes de acercarme al apartamento de la recién fallecida, me topé con su hija y llorando me dijo: “¡No la voy a velar. La póliza de funeraria del seguro no me lo cubre. Morirse en este país es un peo, Carolina. Será directo a cremación”. En ese ínterin recibió una llamada por parte de un funcionario del Cuerpo de Investigaciones, Científicas, Penales y Crminalística (Cicpc), porque en la clínica no pudieron tramitar el certificado de defunción puesto que la señora no tenía un historial médico donde se reflejara su diagnóstico. Por tal razón, los familiares debían tramitar este importantísimo documento a través de medicina legal.
Ahí empezó la penuria.
Ella muere poco antes de las 8:00 am de lunes 29 de enero. Permaneció cierto tiempo en la clínica hasta que el Cicpc la trasladara a la morgue oficial para el papeleo de rigor. Creíamos que la entrega del cuerpo sería rápido porque fue una muerte natural. Pero no. A la familia le costó tres días retirar el cadáver de la morgue. Sí, tres largos días.
Omaira, finalmente, fue cremada justo el día en que cumpliría un año más de vida: el 1ero de febrero.
Todo en esta vida es dinero. Pero en Venezuela, mucho más. ¡Y es que hasta morirse sale costoso en este país!
Fotografía tomada por: Lenys Carolina Martínez Noguera
Siempre ha sido costoso un nacimiento, pero resulta que ahora también se volvió costoso morirse, qué locura la que estamos viviendo. Una crónica muy triste y que a todos nos puede pasar. Saludos!
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Exactamente el 12 de febrero de 2014 cuando mataron a Bassil, a Juancho y a Redman, mi amigo que ya tenía 15 años viviendo en Holanda logró sacarle el pasaporte de emergencia a su mamá para llevársela. Vino porque su papá murió repentinamente. El certificado de muerte no pudo obtenerlo a pesar ir estuvo aquí tres semanas. Dejó un poder para que un abogado lo sacara. Y tardó otras semanas más.
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