Esta mañana tenía cita en las oficinas del SEPE, actual Servicio Público de Empleo Estatal, antiguo INEM, Instituto Nacional de Empleo, que comparte ubicación con SAE, Servicio Autonómico de Empleo. A todo esto, yo le llamo “voy a la oficina del paro”. En los últimos cinco años, casi seis, sólo he conseguido trabajar (entendiendo por “trabajar” centrar mis esfuerzos en una ocupación remunerada durante unas horas determinadas) tres meses el pasado año a través de un proyecto de reinserción laboral de los servicios públicos autonómicos y locales (reinserción es el nombre, no la realidad) y otras tres semanas, hace un par de meses, en una ONG. Puestos ya en situación, tras finalizar mis tres meses del pasado año me hubiera correspondido una ayuda económica muy pequeñita que preferí acumular en tiempo cotizado; ilusa de mí, aún conservaba esperanzas de que realmente fuera un plan de reinserción laboral y no un trabajo de cascarillas. Un año más tarde, tras mi infructuoso intento de reinsertarme yo sola en el mundo laboral, acudí al SAE, me di de alta de nuevo, y después en SEPE me ofrecieron la ayuda. Me faltaba un documento. He ido hoy con todo porque ya vendrá lo que tenga que venir cuando le plazca, pero yo ahora necesito las pelas. Bien, allá vamos.
Por norma general, los funcionarios de estas oficinas son gente amable pero muy cansados de las cuatro paredes, las luces artificiales, los horarios fijos de ocho a tres y algunos usuarios que no quieren comprender lo que oyen, pero siempre hay excepciones. En tantos años, con alguno acabas teniendo algún rocecillo inevitable; eso sí, siempre con respeto y sin perder las formas, pero con contundencia. Sí, yo lo tuve. Aunque no viene al caso contarlo ahora.
Una vez sentada en la sala de espera, “buenosdías-buenosdías” a todos los presentes, me fijo en un cartel que no había la última vez: “Prohibido fotografiar o grabar vídeos con filmadoras o móviles con cámara”. Reposaba en la pared bajo otro que avisaba sobre la posibilidad, por parte de la Dirección Provincial, de cursar denuncia contra todo aquel que agrediera, física o verbalmente, a los empleados de las oficinas. “Madre mía”, pensé, “cómo está el patio”. Obvié el imaginarme al garrulo de turno despotricando a voz en grito en medio de la sala, amenazando con quemar el edificio, para después abstenerse de solicitar la hoja de reclamaciones con el objeto de presentar una queja formal. Ya se sabe que aquí somos muy mucho de gritar y muy poco de buscar soluciones. Recordé que tenía que consultar la fecha de mi última analítica: “Dos meses para la próxima”, me dijo el médico la última vez. Ya que tenía los resultados de la anterior en la mano, empecé a repasar los datos; la mitad no los entiendo, pero sólo despertando la curiosidad podremos aprender lo que no sabemos: tirotropina, tiroxina, leucocitos, hematíes (jo, qué bajos), linfocitos… Y sale un señor del SAE vestido con un impecable traje color crema y una corbata de tonos alegres tan alegre como su corbata, nos da a todos los buenos días con una sonrisa despampanante y nos pregunta si alguien tiene cita para las diez y cuarto. Levanto la mano tímidamente, aún impresionada por tal derroche de inusual simpatía. De no ser porque había visto el cartel que me prohibía grabar con el móvil, lo habría hecho: qué energía, qué amabilidad, qué… sorpresa. Sentí ganas de aplaudirle. Después volvió a entrar con la misma sonrisa, dando las gracias y deseándonos a todos un buen día. Impresionante. Por cierto, dicha impresión me nubló el sentido: yo no iba al SAE, sino al SEPE. Pero bueno, qué más da. Todo sea por esa energía que desprendía el caballero.
Alrededor oía los murmullos de los presentes en la sala de espera que se toman en serio lo del otro cartel, el de “Guarde silencio, por favor”. Parados y callados. Yo guardo silencio porque nunca llevo compañía “al paro”.
Cojo un papel de mi mochila y empiezo a escribir. Saltan mis apellidos en el panel de aviso. Mesa 8. Me levanto y dirijo mis pasos hacia ese destino. A la mayoría ya les conozco. Ellos a mí no porque pasa mucha gente por allí al cabo del día. Mala señal, pero así es. Me siento, le tiendo el DNI a la funcionaria que me atiende y desvío la mirada hacia algo que ha llamado mi atención: acaba de llegar un funcionario cuya cara no me suena. Viene frustrado porque no ha podido desayunar. Se lo cuenta a su compañera: “El bar estaba lleno porque han ido todos los obreros y el del bar me ha dicho que iba a tardar mucho y me he tenido que venir”. Está visiblemente molesto. Y pienso que todo es tan relativo… Un señor con un empleo fijo se siente molesto porque no ha podido desayunar debido a la gran cantidad de gente que quería hacer lo mismo que él. A lo largo de la mañana, este señor atenderá a decenas de personas que igual no pueden desayunar ningún día y no porque el bar esté lleno, sino porque sus bolsillos están vacíos. El ser humano no suele apreciar lo que tiene. Quien no quiere sentirse bien, siempre encontrará una buena excusa para poder sentirse mal.
En la mesa contigua se sienta una señora. Está solicitando lo mismo que yo voy a solicitar en unos meses, el RAI o Renta Activa de Inserción, que es otro eufemismo porque “si con menos de 45 años lo llevabas claro, con más de 45 años olvídate” era demasiado largo. Su marido está junto a ella, de pie. Ella no habla. Cada vez que la funcionaria le pregunta a ella, responde su marido mientras ella le mira. A veces dice “Sí, sí” o “No, qué va” y vuelve a mirar a su marido como si él tuviera que confirmarlo. No lo entiendo ¿Seguimos en el siglo XXI o hemos retrocedido?
Finalizo mis trámites y salgo de las oficinas. El viento me advierte que debería haberme recogido el pelo y casi me tropiezo con una señora a quien no veo porque parezco un troll que ha perdido el coletero.
Ahora, a echar el resto del día ¿Aún seguís ahí? Ah, bien. Pues gracias.
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