Comete mis sobras
Una lamentable cualidad del paisaje caraqueño actual se encuentra en la acumulación de desechos en las vías públicas y las personas que consiguen en ellos su único sustento alimenticio. Atrás, en la cuarta República, quedó aquella preocupación de que las bolsas de basura fuesen destruidas en la noche por animales callejeros hambrientos. En la Caracas de Chávez, la de las moscas, la lucha trascendió el reino animal incorporando a niños, adultos y ancianos. Con la crisis económica promovida por el Gobierno Bolivariano la basura ha tomado un papel crucial en la vida de muchos caraqueños. Quienes hurgan en ella buscando algún bocado son comúnmente señalados como carroñeros. La expresión indica como la actividad lacera la identidad de quien la ejecuta. Se realiza fuera de la comunidad propia no sólo por la escasez sino también en un intento por resguardar la dignidad. Desde la zoología, el carroñero además de alimentarse de cadáveres, no participa en su caza. En este sentido la expresión implica una suerte de debilidad productiva, el no poder sortear por medios propios las espantosas circunstancias bolivarianas. Como búsqueda por el sustento básico la actividad trasciende la generación. En cualquier esquina, a cualquier hora, acontece una lucha por el derecho a revisión o la mejor porción. Frente a la basura no hay solidaridad entre el anciano, la madre soltera con dos o más niños, el adulto en edad productiva o la pandilla de adolescentes organizados. Cada cual, arrojado cual desecho, debe encarar la situación, bien sea esperando su turno, peleando por la prioridad o negociando lo reunido. En el caso de los adolescentes organizados es preciso no olvidar su posición de mensajeros, además de procurar el alimento a sí mismos trasladan lo recogido a su núcleo familiar en una experiencia que pudiese ser descrita provisionalmente como nomádica.
El botín se mueve por la ciudad ocultamente. En la era bolivariana el bulto subsidiado por el gobierno pasa de la representación de la consecución de la educación a ser el símbolo de la supervivencia. La mochila del comandante actualmente está llena de basura. La conjunción de la actividad, merodear los sitios donde se arroja la basura, con la apariencia, el bulto rojo bolivariano, opera activamente en la disolución del yo. A través de la vinculación actividad y apariencia se gesta un estigma particular, un estereotipo propio de las circunstancias. Para ciertas personas comer de la basura es una decisión propia, es el resultado lógico de una vida perezosa. La desidia no se circunscribe al ámbito laboral, implica la apatía frente a la propia situación. Llevado a un extremo podría decirse que quien come de la basura come con gusto: No tiene ningún interés en averiguar quién lo puso en esa situación como tampoco que puede hacer al respecto para cambiarla. Desde este extremo es posible concebir el rechazo de ciertas comunidades a la organización cada vez mas evidente de la actividad: personas que revisan las bolsas, personas que cantan la zona, carretillas para moverse con facilidad y agua para lavar lo recogido y a sí mismos. De cara a tal estructura algunas personas no perciben la ejecución desde la necesidad, lo comprenden como un paso a la normalización de todo el asunto. Contrariados por ello prefieren quemar la basura a esperar que los organismos responsables la recojan. El concepto de vividor se ha ampliado en la Venezuela bolivariana, ahora incluye a quienes “viven” de los desechos orgánicos.
Indudablemente el suceso en cuestión precede a la era bolivariana. En la actualidad sus protagonistas distan de la imagen del indigente o loco de final del siglo pasado. Lo que parecía un acontecimiento particular fue revolucionariamente generalizado, al dinamitar el valor del trabajo la basura dejó de ser exclusiva de las personas que viven al margen de las costumbres sociales. En Venezuela el hombre bien vestido ocupa el tope de la pirámide alimenticia de los desechos. Son muchas las personas que después de su trabajo se precipitan a las calles con el objetivo de alimentarse de la basura. No se dirigen a sitios tradicionales tales como mercados públicos, consiguen el sustento en el camino a casa acercándose a los desechos como quien no quisiera la cosa. La meticulosa aproximación a la basura procura evitar la mirada y juicio de los transeúntes. El caraqueño promedio lidia con la situación a través de la autocosificación. Siguiendo a Sartre se podría decir que niega su libertad absoluta comportándose como un objeto inerte. La puesta en práctica de esta forma de mala fe revela tanto una profunda incapacidad empática así como la dificultad en el trato con el otro. Ciertas personas, en un acto de preservación de su cordura, prefieren evitar a toda costa la situación: Si no la ven o no hablan de ella no existe. Otras esquivan la circunstancia para no caer en el papel del eterno proveedor: si le doy una vez, pedirá constantemente. Detrás de ambos razonamientos, válidos por cierto, se encuentra un temor mucho más grande el cual revela una paradoja interesante, imaginarse en la propia situación y no conseguir ningún tipo de solidaridad.
La ingesta pública de alimentos en descomposición añade un nuevo matiz a la hostilidad reinante en la Capital. Los espacios de tránsito, propensos asimismo para el encuentro por naturaleza, pierden su poder de convocatoria. Metido hasta los tequeteques en la basura la otredad pierde su rostro, y sin el, su posibilidad de revelar su sufrimiento. En el acto se mimetiza al reino animal callejero, una buena pieza puede iniciar sin esfuerzo un combate a cuchillo transgeneracional. Perdiendo su potencia interpelativa, todos desaparecen en el panorama distópico Bolivariano. La imposibilidad de construir un nosotros viviendo una situación límite como la presente refleja nuestra estrechez ética como país. El buen vivir en la boca de la “revolución” no es mas que una promesa tal como hoy no fio, mañana si. La invisibilización de la situación se expresa desde el transeúnte hasta el gobierno. La peor crisis de la historia republicana es indiscutiblemente el resultado de una decisión política. Al reducir al país a la labor, es decir, a la supervivencia o mantenimiento de su biología, la estabilidad social mediante el ejercicio de la autonomía es una tarea cuesta arriba. En la Caracas del siglo XXI es común ver desde un estudiante a un anciano desmayarse por falta de alimento. La desnutrición es una de las armas más efectivas del gobierno bolivariano, desfigura al venezolano a un estado zombie, impidiendo el desarrollo de sus potencias y su humanidad. Es preciso no olvidar que el daño físico y neuronal trasciende generaciones. La cosecha del comandante es anémica, pareciera como si no la necesitase.
Es posible definir la actitud del gobierno frente a la situación en la completa negación. Opuesto a responsabilizarse por el problema, o al menos plantear un diagnóstico, las autoridades bolivarianas han preferido su completa evasión. Un caso paradigmático de tal actitud se encuentra en la posición de la Alcaldía del municipio Libertador durante la gestión de Jorge Rodríguez. El razonamiento puede ser sintetizado de la siguiente manera. Si no hay basura en la calle, no habrá gente comiendo de ella. Dicho así suena como la consecución efectiva de una política pública, no obstante, “revolucionariamente” la acción se tradujo a forzar a los residentes a pasar llave a sus contenedores y sacar la basura sólo cuando los organismos públicos responsables se dignasen a pasar a recogerla. La conducta del gobierno es consonante con su miserable aplicación del socialismo. Con la muerte del arquitecto de la destrucción de la República, Hugo Chávez, el estado aceleró su abdicación de funciones. Paralelo al abandono generó estructuras equidistantes las cuales actúan exclusivamente a favor de los partidarios de la “revolución”. Poco a poco el caraqueño se ve arrojado a su suerte. Los problemas públicos ahora son problemas comunitarios: su solución está en el encuentro, acontecimiento que el propio estado impide generando estrés sostenido sobre cada individuo. De la misma manera que la actividad lacera la identidad de quien la ejecuta, la publicación de la situación lacera la imagen todopoderosa del Estado bolivariano. Comer de la basura es la peor cara de la escasez, el temor a la divulgación de imágenes radica en su poder interpelativo, al surgir en la opinión pública mundial a lo interno de la “revolución” se activan las alarmas de la conspiración: La crisis humanitaria no es mas que un llamado a la invasión
A través de sus desechos la ciudad es reconstruida. La actividad en su forma mas organizada, el clan que recorre la urbe de extremo a extremo, posee una valoración específica de las zonas que conforman el área metropolitana. El menú del día depende de tal carta de navegación, la lectura disciplinada de los hábitos alimenticios del caraqueño. Una buena ilustración de la observación de hábitos alimenticios a nivel individual se consigue en ciertas ferias de centros comerciales. En el área del comedor personas no identificadas con algún establecimiento prestan el servicio de llevar la bandeja hasta su recipiente manteniendo el área limpia. Esos desechos no llegan al basurero. Cuando nadie mira los guarda en su bolso, acumulando lo suficiente para sortear el hambre por unas horas o con suerte el día. Son muchas las posibilidades de reformación de la carta de navegación del carroñero. Como fue mencionado anteriormente algunas comunidades prefieren quemar sus desechos. Otras, en un nivel un tanto cruel, colocan sus bolsas sobre aguas servidas. La práctica nomádica en búsqueda del alimento produce un problema sanitario urbano. Algunas personas desesperadas abren las bolsas dejando sus contenidos regados a lo largo de la acera lo cual genera condiciones para el desarrollo de enfermedades infecciosas además del cultivo de roedores e insectos. Tal situación se ha normalizado al punto que los organismos responsables usan palas para recoger los desechos mientras luchan contra el ejército zombie que clama por su derecho a la revisión. Recoger la basura en la era bolivariana es un trabajo de alto riesgo, para algunos venezolanos los mismos son custodios de un tesoro que no les pertenece, la basura una vez en la calle ya no tiene dueño.
Con el Bolivarianismo se ha actualizado el régimen de marginalidad urbana. Mientras los opulentos, los boliburgueses, puedan comer, los que no, simplemente no existen. Los voceros del gobierno informan perpetuamente. o como les gusta decir, "democratizan" datos estadísticos en torno al desempeño excepcional de la revolución, no obstante, las personas hurgando en los desperdicios se transforman en un indicador objetivo de la crisis alimentaria que padece el país. La representación del margen urbano, o dicho modernamente, la frontera de la civilización, ha aumentado exponencialmente bajo la mirada estática del comandante. Podría decirse que es un paso firme en dirección a la sociedad sin clases soñada por la izquierda impotente venezolana: todos unidos en una orgía escarbando la basura. Evidentemente estamos presenciando una afinación de los hábitos alimenticios públicos de los venezolanos. La tradición de comerse el culito de la canilla en la panadería o en el camino a casa se ha desplazado a la añoranza. Desde la culpa muchos se privan de dar un bocado en público. Algunas personas sienten vergüenza y por ello se esconden para comer. La alimentación adquiere la dimensión del secreto, se transforma en una cita donde nadie puede aparecer sin invitación. El crecimiento de la marginalidad acontece como otra forma de restricción del espacio público, en el predominio de la vida para llevar. Análogo al crecimiento ocurre un modo de ascenso social singular. Empleos históricamente evadidos son actualmente demandados en el contexto crisis. Entre ellos se puede contar a los vigilantes de supermercados, panaderías o restaurantes o el caso de las cajeras de supermercados o abastos. La información sobre la comida, tanto en el caso de su venta como en el de su desecho es mórbidamente provechosa. En conjunción a tales empleos legítimos se crean nuevas posiciones sociales propias de la situación. En torno a la basura aparecen los señores o Lords de los residuos: figuras usualmente violentas, o usando el vocabulario revolucionario, "líderes negativos", los cuales deciden la disposición de los desechos entre los interesados.
Increíblemente, la situación descrita no es concebida problematicamente por el gobierno hasta que pueda ser demostrada estadísticamente. La moral bolivariana se pretende científica. No existe solidaridad en el sufrimiento cara a cara. Con el aumento de la mendicidad surgen iniciativas para paliar la necesidad y el hambre se transforma en objeto de especialización. Con el avance de la crisis se crean comitivas que poco a poco devienen en brigadas de salvamento. El sufrimiento ajeno da pie al storytelling de la web 2.0, los cruzados morales se actualizan al transmitiendo en vivo por instagram, la solidaridad aparece en Venezuela a modo selfie. De igual modo la debacle produce propósito político. Un buen ejemplo de ello se encuentra en la candidatura presidencial de Javier Bertucci, fundamentada exclusivamente en sus comedores populares. La reducción de la calidad de vida, sumada a la destrucción de la noción del trabajo y la autonomía, inclinan al venezolano a formar parte de tales actividades, con el estómago vacío no hay discernimiento que valga.