Hay, a la vera de esos sinuosos caminos que vienen y van, se alejan y terminan perdiéndose en las quebradas sinuosidades de las serranías segovianas, lugares y construcciones, que aun alejadas y mal heridas de lo que una vez fueron, todavía animan al viajero a detenerse y ver en ellas, un faro, no ya de un tiempo pasado que quizás no fuese ni mejor ni peor, pero sí del paso por allí, de una de aquellas alegres cofradías de albañiles itinerantes, que al socaire de la bohemia de los caminos, levantaban templos, no sólo aplicando en ellos las reglas de oro de la Geometría Sagrada, sino también, toda la fe contenida en su corazón.
Según sea la dirección de donde venga, el viajero que por las circunstancias que fueren, se embarca en esa metafórica culebra de hormigón, que es la carretera comarcal SG V-2427, observará, a su paso por el camino vecinal de Fuentesoto y algunos kilómetros antes de llegar a esta población, situada en las proximidades de Sepúlveda, un curioso edificio, prácticamente pegado a la carretera, que visto de frente, que visto de frente, posiblemente confunda con una de esas antiguas posadas de los caminos, venida a menos, como tantas otras, pero que le sorprenderá, pasados unos metros, al percatarse del magnífico ábside románico, del siglo XIII, que posiblemente, ante la azarosa circunstancia de no poder parar allí mismo, porque el escaso o nulo arcén de la carretera no se lo permite y le obligue a recorrer algunos kilómetros para poder la vuelta con seguridad, le haga, por añadidura, proferir una involuntaria maldición.
Maldición, por otra parte, mucho menos lesiva, como no tardará en comprobar, que aquella otra, que siglos ha, recayó sobre el pueblo con el que esta iglesia, en la actualidad, rebajada tan solo a la categoría de ermita, formaba parroquia y de nombre, Pospozuelo, según las crónicas, de cuyos restos no ha sobrevivido, al menos de una manera apreciable, ni una miserable piedra o ladrillo, que ofrezca siquiera un humilde epitafio de su recuerdo.
Una vez dejado el vehículo correctamente estacionado en un milagroso, reducido e improvisado arcén que se localiza unos metros más delante de la ermita y comenzada su ansiada exploración, observará, si es uno de esos apasionados románticos de este Arte, la familiaridad de los motivos y labras sobrevivientes, con aquellos otros salidos de los talleres de cantería que poseyeron algunas villas y ciudades de cierta importancia, como Fuentidueña, localidad, para más información, de donde procedían las maravillosas pinturas románicas que decoraban el interior de la cabecera de la hoy en día defenestrada iglesia-cementerio de San Martín, y que el Gobierno español, in illo tempore, permutó con los responsables del famoso museo neoyorquino de The Cloisters, a cambio de algunas de las maravillosas pinturas de la ermita mozárabe de San Baudelio de Berlanga, en Soria, y que hoy se pueden ver en el Museo del Prado de Madrid, cuyo rocambolesco saqueo y salida del país, a principios del siglo pasado, todavía constituye una mácula para el Ministerio de Cultura, responsable, no sólo de la conservación del Patrimonio Histórico-Artístico español, sino de todo lo relacionado con él.
Políticas y pataletas aparte, aunque el viajero se marche del lugar sin tener la oportunidad de encontrar a nadie en kilómetros a la redonda que le de pistas sobre qué persona posee ese objeto mágico aunque más complicado que el simple mantra que tuviera que pronunciar Aladino para acceder a la cueva del tesoro, es decir, la llave, y no pueda apreciar las esculturas, que todavía sabe que permanecen en los capiteles absidiales del interior, siente, después de todo, que no ha perdido el tiempo y piensa, además, que aquello que sobrevive y que tiene frente a sí y a pesar de aparente tosquedad, conserva, todavía, buena parte de ese espíritu poético y decididamente simbólico, que imbuía el trabajo de unos artesanos, cuya fe, si no era capaz de levantar montañas, sí les alcanzaba lo suficiente para levantar verdaderos lugares del espíritu, capaces de perdurar todavía muchos siglos más, si el tiempo, el mortal enemigo de todo cuanto existe, no hubiese contado siempre con la inestimable colaboración de los mercenarios del desastre: los propios hombres.
Y seguramente, imbuido su espíritu por este clamor poético, se congratule con la propia Madre Naturaleza y su hermosa manera de dignificarlo todo, cuando, al observar el tejaroz, vea ese magnífico tributo de pajillas y amapolas, crecer entre las mohínas tejas, que quizás, le traigan recuerdos de los mayos de su propia infancia, cuando en unión de sus compañeros, también él cantaba aquello de: venid y vamos todos, con flores a María.
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