Como colofón momentáneo que cierre la primera etapa dedicada a esa tierra de singular belleza que es Cantabria, hoy deseo invitarles a acompañarme a visitar, uno de esos curiosos lugares, que a pesar de su notable pintoresquismo, posiblemente hubiera pasado desapercibido para el mundo en general y para el turista en particular, de no ser por una singular historia, acaecida en el siglo XVII, que lo elevó a los altares siempre seductores del Misterio: Liérganes.
Antes de entrar en detalles y para situarnos, les advertiré que Liérganes queda situado dentro de los límites de un territorio, la Trasmiera, famoso, sobre todo, por la notable habilidad y artesanía arquitectónica de unos maestros canteros, que no sólo desarrollaron a todo lo largo y ancho de la Cornisa Cantábrica toda una formidable labor de creación de templos y edificios civiles que en muchos casos sorprenden por su magnificencia y su obstinación a dejarse abatir por el paso inexorable de los años y su fiel aliada, la erosión, sino que además, desde sus inicios en aquélla misteriosa Edad Media, se extendieron también por la Meseta castellana, perpetuando su labor a lo largo de unos siglos, que dejaron, entre otros edificios de grandeza y renombre, el famoso monasterio de San Lorenzo de El Escorial, mandado ejecutar por el rey Felipe II -según algunas fuentes, en las que también se basó en su momento, el escritor y divulgador de temas de misterio, Javier Sierra, en el lugar exacto en el que las antiguas tradiciones situaban una de ‘las entradas del Infierno’, en el corazón de una Sierra, denominada de Madrid, que desde tiempos inmemoriales había sido escogida por los antiguos pueblos celtas como lugar idóneo para sus misteriosos cultos e iniciaciones, como es la ladera meridional del monte Abantos- entre los años 1563 y 1584.
Localizado, pues, en las proximidades de Santander y de la costa del Cantábrico y atravesado por un río, el Miera, que va a desembocar felizmente a ésta, posiblemente, amigo lector, ya te estarás haciendo una idea aproximada de lo que se va a referir a continuación y si he conseguido zaherir, siquiera sea levemente, tu curiosidad, te animo a continuar leyendo, pero no sin antes reclamar tu atención hacia la belleza de un pueblo, que aparte de su arquitectura tradicional, todavía conserva -y he aquí, una señal evidente de la importancia que pudo tener en el pasado- un singular número de antiguas casonas y palacios -como el de La Rañada, conocido también como Palacio de la Cuesta Mercadillo- hoy reconvertidos en suntuosos hostales, lo que le confiere, además, el honor de figurar entre los pueblos más bonitos de España.
Hecha la pertinente justicia y si todavía continúas ahí, es un buen momento para encaminarnos hacia el Puente Mayor -que también es conocido como el Puente Romano, aunque fue levantado en el siglo XVI por el maestro cantero Bartolomé de la Hermosa- y dejarnos llevar por la magia de una peculiar historia, sucedida en las cristalinas aguas de ese río, el Miera, que lo atraviesa en su alegre discurrir hacia el que podría considerarse como su cómplice más inmediato: el mar Cantábrico.
Entremos de lleno en el asunto y digamos, que fue precisamente un sacerdote, el Padre Benito Feijoo -bueno es saber que su condición de miembro distinguido de la Iglesia, nunca le supuso un freno para mantener su creencia en la existencia de seres sobrenaturales y mitológicos, como las sirenas- quien recogió los primeros testimonios acerca de la curiosa historia acaecida en este mismo lugar, pocos años después de que el maestro Bartolomé de la Hermosa terminara su puente -un puente, que curiosamente, obedece a los modelos de puentes románicos que jalonan el Camino de Santiago y que por su forma eran conocidos como ‘de lomo de asno’, ya que, simbólicamente hablando, subían al cielo para luego descender a la tierra, quién sabe si emulando la fabulosa historia de la escalera de Jacob- el segundo de los cuatro hijos del matrimonio formado por Francisco de la Vega y María de Casar, de nombre también Francisco, acudió un día a nadar con sus amigos a este lugar y desapareció.
El tema se hubiera olvidado y al muchacho se le hubiera dado definitivamente como ahogado en las traicioneras aguas, si cinco años más tarde, unos pescadores que faenaban en las costas de Cádiz, no hubieran capturado con sus redes a un extraño ser, de pelo rojizo y aspecto humano, que durante su posterior cautiverio, la única palabra que pronunció, fue precisamente la de este lugar: Liérganes.
Curiosamente -detalle que le confiere cierta veracidad a la historia- fue otro hombre de la Iglesia quien se interesó por el muchacho, el padre franciscano Juan Rosendo, quien, una vez comprobado, que efectivamente, había un pueblo en Cantabria que se llamaba Liérganes, decidió hacerse cargo del muchacho y viajar hasta allí con él, para ver qué más se podía averiguar sobre sus misteriosos orígenes.
Inmediatamente, Francisco fue reconocido en el pueblo y allí permaneció, silencioso y trabajador, según refiere el Padre Feijoo, durante nueve años, hasta que un día volvió a desaparecer y nunca más se volvió a saber nada de él, salvo su curiosa historia, que ha estado circulando entre las familias de Liérganes, como un tesoro cultural inapreciable, detalle que ha llevado, en tiempos modernos, a que se levantara un monumento en recuerdo de su peculiar vecino.
Tan peculiar, podría decirse, que hasta es muy posible que de esta, así como de otras muchas historias similares que se recogen en determinados lugares de la Costa del Cantábrico e incluso del Atlántico, escritores modernos, como H.P. Lovecraft, pudieran haber sacado parte de sus singulares mitologías acerca de esos seres, mitad anfibios mitad humanos, los Antiguos o Profundos, como los llamaba él o los Marinos o Mariños, como suelen ser llamados por aquí, cuyas historias seguro que a más de uno nos han puesto los pelos de la piel como escarpias.
De manera que, estimado amigo lector, si algún día vienes por Liérganes, no sólo gozarás de las delicias gastronómicas del lugar, de su preciosa arquitectura o de su maravilloso entorno, sino que además, situado junto a la figura broncínea de Francisco de la Vega, es muy posible que sientas un estremecimiento involuntario, pensando, una vez imbuidos tus sentidos de la magia del lugar, que allí, cualquier cosa puede ser verdad.
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