Hay un lugar en la Soria paramérica, aquélla sobre cuyos trigales susurra un viento antiguo que no se sabe de dónde viene y tampoco a dónde va, pero que se siente con igual ternura que las pataditas del retoño que manifiesta que todo va bien en el vientre de la madre, donde los hombres del Neolítico –aquéllos de los que tanto se ha escrito, pero que en el fondo, tan poco se conocen-, dejaron a la posteridad, parte de un sentimiento que hoy en día se nos antoja rudimentario e incomprensible, seguramente porque hemos sido lo suficientemente ingenuos como para cerrar la puerta al único lugar, cuyo pecado no ha sido otro que el de pretender hablarnos como ese hermano mayor que siempre camina con nosotros y paradójicamente, siempre hemos echado en falta: el corazón.
El lugar en cuestión, se encuentra a medio camino entre dos poblaciones, Conquezuela y Miño de Medinaceli, cuyos habitantes se placen, también todos los veranos, en hermanarse y festejar una vida, en la que nunca falta el recuerdo para todos aquellos que, ligeros de equipaje, como dijo el gran poeta Antonio Machado, emprendieron el largo viaje. Se trata de una pequeña cueva, sobre cuya superficie, manos anónimas pero entusiastas, levantaron un arco románico y al lado, una pequeña ermita –tosca y feúcha, quizás como el patito feo de Andersen- que bajo la advocación de la Santa Cruz, no viene, sino a confirmar, que después de todo, nada se crea ni se destruye: tan sólo se transforma. Quiere esto decir, que el lugar y no el arco, ni la ermita, ni esos campos ásperos que hoy cultiva el labrador con el sudor de su frente y antaño fueron un pantano en el que retozaban animales cuyos huesos fosilizados hoy nos llaman a la curiosidad desde las vitrinas de nuestros museos, es en realidad lo relevante y que lo que era sagrado desde un principio, continúa siéndolo a pesar de las cruces, las medias lunas y los pájaros chogüy del mundo.
Apenas a la entrada de la cueva, estrecha aunque acogedora y que yo sepa, libre de la inconveniencia del murciélago –que no de la del mosquito-, la naturaleza, auxiliada por ese magnífico cincel que es el agua, ha labrado una pequeña pila, que recoge parte de esas benditas lágrimas con las que el cielo, sin duda piadoso con nuestras ausencias, quiere darnos a entender que no estamos solos y que una simple lágrima, después de todo, puede hacer que de un espino crezca un hermoso rosal.
Dicen los que entienden, que las centenares de cazoletas que se ven en las paredes que rodean a la pila, labradas hace miles de años por unas manos quizás más toscas que las nuestras pero que sangraban igual cuando se herían, corresponden a estrellas que se veían en esos cielos y por las que suspiraban, desde sus rudimentarios intelectos, quizás con más intensidad que nosotros cuando miramos éstas otras que nos acompañan hoy en día. Yo no soy experto, desde luego, y sí bastante torpe, posiblemente, en mi suspicaz romanticismo, pero quiero ir más allá y pensar que lo que aquéllos antecesores honraban, en realidad, era la memoria sagrada de sus difuntos. Algo de verdad debe haber en este aserto, si pensamos que incluso los primeros cristianos pensaban, convencidos, que el alma de los difuntos moraba en una estrella.
A estas alturas, cuando el hemisferio del verano nos advierte -aún desde la canícula de unos campos donde incluso la cigarra suda a mares cortejando al grillo-, de la proximidad de un otoño cuyos colores siempre nos deslumbran con la intensidad del último suspiro de un moribundo, unas lágrimas muy especiales acuden puntualmente a su cita. Hay quien las llama las lágrimas de San Lorenzo. Otros, quizás más ambiguos en sus concepciones religiosas, simplemente Perseidas. Yo, como seguramente soy un engreído y me gusta destacar –o eso opinan algunos-, y en el fondo no soy más que un simple entre los simples, prefiero llamarlas ‘los carteros’, porque estoy convencido de que son mensajes de esperanza que nos envían todos aquellos que se fueron para decirnos que todo va bien; que el camino, aunque largo, tiene también sus posadas; que el tiempo es relativo y que seguramente allá arriba, en cualquiera de ellas, nos volveremos a encontrar. Mientras tanto, nos quedará siempre el matasellos del corazón.
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